miércoles, 7 de septiembre de 2016

Y los superhéroes no existen. Ya no.

Érase una vez una niña de dorado y ondulado cabello, una niña feliz, de voz chirriante y alegría arrasadora. Un pequeño ser, danzante de deseo por descubrir, de anhelo por saber; una criatura llena de vida, de amor, de risas que te quitan la respiración, de ideas inocentes, de mundos perfectos en su cabeza. Ella no creía en príncipes azules que vendrían a rescatarla de la más alta torre, solo necesitaba a un hombre en su vida para ser feliz, y no era un príncipe azul.
Era un superhéroe.
Era el superhéroe más genial y brillante del mundo para ella, era perfecto.
Él era el hombre de su vida, estaba segura.
Era quien más sonrisas le sacaba, quien la mataba a cosquillas mientras asesinaba a los monstruos que se escondían dentro de ella, era el que más la amaba, el hombre en quien ella más confiaba, por quien estaba loca de amor y ciega de felicidad. Pasara lo que pasara con su vida sabía que podía estar tranquila, pues el mayor superhéroe que había existido en todos los tiempos tenía los dos ojos puestos en ella. Más que eso, tenía el corazón y el alma puestos en ella. Nada malo podía pasarle, pues él la cogería al vuelo justo antes de que cayera al vacío.
Pero la niña creció, el velo de la inocencia se le cayó, casi de sopetón, y se estrelló de lleno contra la pared de la realidad, de la madurez. Llegó a un mundo distinto, adulto, uno para el que ella no había comprado billete de tren, uno al que nunca había pedido ir. Y fue en esa extraña realidad alterna donde se dio cuenta de que el superhéroe que ella había creído su mundo entero era en realidad algo imperfecto, algo lleno de errores y huecos oscuros, recovecos que no podía descubrir, que no podía entender.
Su superhéroe le falló.
Se le olvidó atraparla cuando cayó, se le olvidó que sus acciones repercutían en ella y que un mínimo despiste podía hacer que ella dejara de existir.
Le falló y a ella le faltó medio milímetro para convertirse en polvo, para estallar en pedazos, pedazos que nunca podrían haber sido recompuestos. Suerte que a instantes de morir, se topó con un nuevo superhéroe, uno que la enseñó a volar, uno que tendría que serlo por fuerza, porque esa vez tenía que funcionar de verdad.
Se encontró a sí misma, y si nadie podía ser su superhéroe que la guardara del mal, tendría que ser ella misma la que lograra salvaguardarse, la que aprendiera a volar aún con las alas medio rotas.
Ella era su propia superheroína.
Y voló.





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